23 de abril de 2013

¡Feliz Día del Libro!

Para la celebración del ¡Día del Libro! quiero mostraros un relato de Luis del Val incluido en su libro Cuentos del mediodía.

El relato se llama Un buen precio, y solo necesita ser leído.

Os dejo con él y espero que apreciéis la importancia de este día, en todos los sentidos y ámbitos posibles. Y pensad en la de libros que han sido quemados. Y en los que no. Porque un libro nunca será igualado por ninguna pantalla. Porque un libro siempre será un libro.
Por todos ellos.

MRS. PLAYTON salió de la sede que acogía durante una semana el Congreso Universal sobre los Derechos del Niño y decidió ir andando hasta el hotel. Aquélla era la tercera ocasión en que visitaba Amsterdam, y se demoró caminando por uno de los ramales del Amstel, observando con curiosidad las barcazas-vivienda atracadas permanentemente en sus orillas, el pintoresquismo de las fachadas de las casas de cuatro plantas, rematadas por tejados de aguas muy inclinadas, la energía de las mujeres, mucho mayores que ella, que se desplazaban en bicicleta, y en fin, el placentero sosiego que Amsterdam siempre solía despertar en el viajero.
De vez en cuando le llegaba el olor ácido del arenque crudo y sus salsas, que los naturales del lugar degustaban de pie en establecimientos diminutos de puertas abiertas, a pesar de que la temperatura era todavía fresca, y percibía la vegosidad de las riberas, mezclada con la polución habitual en un enclave urbano.
Antes de llegar al hotel, se detuvo frente al escaparate de una tienda en la que vendían baratijas orientales, y se fijó en un bastón-silla plegable para el golf a un precio increíble: tanto que entró a la tienda convencida de que se trataba de un error en la etiqueta. Una señora miope, carrilluda y amable le confirmó que no existía ningún error. Mrs. Playton tomó el bastón en sus manos y pensó en regalárselo a su marido. Examinó su correcto acabado, comprobó los remaches y las piezas, lo desplegó y plegó varias veces, y finalmente decidió adquirirlo. No acostumbraba a comprar recuerdos en sus frecuentes viajes profesionales, pero en esta ocasión su marido tendría un presente de su paso por el Congreso Universal sobre los Derechos del Niño.

A la misma hora en que Mrs. Playton llegaba a la habitación de su hotel en Amsterdam con un regalo para su marido, en un lejano país, cerca de la frontera con Mongolia, un hombre mayor entró en la galería donde dormían hacinados los niños y los hizo salir al exterior. Todavía era de noche y tiritaban de frío.
Iban apiñados en la camioneta, hoscos y silenciosos, y sólo cuando el vehículo se detuvo delante de una destartalada nave industrial, comenzaron a empujarse y a parlotear, quizás intuyendo la toma del primer tazón de arroz del día, que comieron de pie, en el interior de la nave.
Enseguida sonó un pito y se colocaron en los puestos asignados. Se dedicaban a poner remaches y a atornillar pretinas en unos bastones que, al desplegarse, se convertían en un taburete. Los muchachos mayores decían que los vendían en sitios muy lejanos, incluso en un lugar llamado Europa.

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