3 de septiembre de 2014

Kahve, abanico y telenovela turca


15.10 hora local. El sol abrasa mis poros y mi abanico rojo flamenco no me libra de los sofocos. Estoy en la plaza del Bazar de la Seda -Koza Han que dicen los oriundos- y despues de pasear entre pañuelos de seda, las tacitas de café turco me han atraído hacia una mesa con sombrilla. Kahve, gracias por ser servido con agua. Me bebo el café con ganas, me gusta, y la sensación final de comer barro cuando solo queda el poso también. Dejo un poco más café de la cuenta, sigo el ritual y doy la vuelta a mi taza. Una dos tres monedas sobre ella, y mi anillo como broche final. Ahora a enfriar, en unos diez minutos mi fortuna y futuro serán narrados. Aprovecho para ojear el periódico, el Bursa perdió ayer. Recuerdo que vi el partido en directo, yeşil,beyaz, yeşil, beyaz,yeşil, beyaz, Bursa spor!! Muhammet coge la taza, los restos del café se quedan sobre el plato, y empieza a estudiar las formas y ángulos dibujados en las paredes blancas de porcelana. Le dejo concentrarse y fijo mi mirada en un crucigrama que hay en la mesa. Otro de los chicos turcos que me acompaña me dice que me parezco a la mujer del pasatiempo, le contesto con un sí hombre en lenguaje no verbal que entiende a la perfección y me cuenta que es una famosa actriz de telenovelas turcas. Bueno, quizá me parezco un poco. Muhammet me habla de caminos diferentes, inconexos, de delfines y cosas buenas, de flamencos y malos presagios, de decisiones, de problemas y conformidades, de desencantos. Nunca imaginé que un café turco de cuatro lyras y media diese para una vida entera, surja lo que surja y sin contemplaciones. Decido en ese mismo momento que volveré a Turquía para volver a encontrarme delfines marrones en plazas de seda. Sin darme apenas cuenta, entre el acento turco y el tintinar de las tazas y vasos de çay, el tiempo ha pasado más fugazmente que de costumbre, y el autobusero, aunque turco, no perdona. Recojo mi cartera turca, mi tabaco turco, mi bolso turco, mi abanico rojo flamenco, le digo adiós a mi gemela y güle güle a los flamencos. A la salida del bazar paso junto a una fila de hombres enfrascados en sus abluciones y deseo con fuerza poder leer en un futuro sus delfines de café, empaparme de sus costumbres y charlar sobre política, mujeres, julios de Ramadám y agostos de calor. 

4 de junio de 2014

04/06, reviviendo Özdere



Hoy por la noche, mientras soñaba y mi cerebro se ocupaba de recrear unas imágenes e inventar algunas otras, algo dentro de mí, no sé si mi espíritu o qué - no soy una persona muy espiritual en este sentido - ha salido por la ventana y muy rápidamente ha llegado hasta esa playa. He vuelto a tumbarme en la barca que siempre estaba del revés porque el mar un día, cuando la arrastró hasta la playa, quiso dejarla así y nadie se había visto capacitado para contradecir esta decisión; y allí ya estaba yo en toda mi plenitud, cuerpo y alma, realidad y sueño - qué más da, la cosa es estar -. Ay, Özdere. He vuelto a bailar al ritmo de la guitarra y de las palmas que turcos y españoles tocamos una vez y la arena gruesa - a la que las playas asturianas no me tienen acostumbrada-, como no podía ser de otra manera, ha vuelto a colarse entre mis pies, quedándose a pasar la noche en los huecos entre mis dedos. Me he vuelto a bañar semidesnuda, esta vez sin compañía y al salir me he sentado bajo una sombrilla de mimbre, esperando de ella quizá un refugio contra el viento - qué digo, si allí no había viento... -. He paseado a lo largo y ancho de la orilla y - qué ingenua es mi memoria- había media playa que no recordaba, pero bueno, las distancias nunca han sido lo mío.  He vuelto al camping y he rescatado la mezcla de sabores y licores que una noche quisimos guardar en la nevera y nunca logramos encontrar. Bien, siguen ahí. Bueno, el vino sigue ahí, botellas y botellas de vino. El resto, ardores del infierno, mejor no saber si siguen o no. He saltado piedra a piedra del camino hasta llegar al parque y me he columpiado mirando a las casitas azules que fueron mi - nuestra - casa. No he podido encontrar los acentos europeos que en su día me acompañaron y he sentido nostalgia. Qué pena que los lugares que vivimos con ansia y garra y locura y pasión - quizá porque ya sabemos que nunca se repetirán de la misma manera - jamás rememoran esa esencia que tuvieron. Así que mientras buscaba un mashallah en labios de los visitantes, sin éxito, el sol me ha pillado por sorpresa. Y eso sí, me ha regalado el mismo amanecer y atardecer que la última vez, y la misma luz ha hecho brillar mis ojos, más mayores, más solos. Y aunque las situaciones cambien, él siempre es el mismo.

3 de junio de 2014

03/06


La mujer que vive en el número 31 se pinta los labios con carmín rojo para ir ansiosa en busca del hombre que años atrás le robó su nombre al viento para tener el derecho de nombrarla cada día. En la radio, mientras se prepara, suena la canción que antaño fue guía de corazones despiertos, ávidos de cambios, exultantes. El sol se deja ver entre las nubes - será por ser dos de junio, el norte no cede tan fácilmente - así que decide coger del armario el vestido amarillo de algodón y siente su tacto al ponérselo, imaginando en esa caricia las manos ambiciosas de su hombre. Preparada, de punta en blanco, recoge los zapatos a los que ha sacado brillo en abril y, a tonos morados, pone sus pies a bailar. Llega a la plaza , le rodea el murmullo y se sienta a esperar. A su oído, le susurra: 
Te echaba de menos. 
¿Probamos suerte, R.? 
Van años de hastío, 
déjame gritarte cada día.

2 de junio de 2014

02/06



Entre vistas e infusiones, imágenes de una tarde. Plan desconocido para conocer y tres protagonistas. El casco antiguo de una ciudad con la temperatura típica de las tardes otoñales cercanas al invierno, y el olor a castañas y a frío a pie de calle. Botas verdes, medias rojas y parte del cabello rapado. Combinación. No le pongo adjetivo porque no sé hacerlo. Simplemente combinación. De cosas, de gustos, de lugares, de historias. Riqueza de la tarde. Conversaciones y sonrisas. Y risas. Y plan tras plan. Mochila a la espalda, concierto aquí, tienda de campaña allí, interrail, Biarritz, Donosti, Barna... Y de un lado para otro. Y a recorrernos el mapa. Solas o con gente. Pero la mochila a la espalda. Y confesiones. De madurez, de cambio, de sencillez, de alegría, de ojos abiertos, de vida. Y espejos. Espejos de la tarde, reflejos de unas en las otras, datos similares. Pero también diferentes. Y paseando, contando sueños. Sueños que no se caen, nadie los tira al suelo, se completan con los otros. El sueño de vivir en Nueva York se completa con el de ser artista, y el de tener un perro se completa con el de vivir en un estudio con patio exterior. Y todas queremos azotea. Y la publicidad se completa con el periodismo de guerra, y ambos con el periodismo real, en el lugar real. Y hablamos de blogs, de escribir, de películas, de libros... De descubrir la ciudad, de mercadillos, de antigüedades, de ambiciones...
Y sin silencios. Bueno, miento. Al final de la tarde ya empezaba a haberlos. 
Pero es normal, ¿no? Al fin y al cabo, 
tan solo eramos tres desconocidas.


El veintisiete de octubre de dos mil doce las tres desconocidas de este relato pasaron una tarde juntas. 
A día de hoy, soy incapaz de contar cuántas tardes y momentos habremos vivido, pero he encontrado uno de los primeros que se había quedado en el tintero.
Ya no somos tres desconocidas, pero seguimos siendo combinación.
Qué orgullo.

1 de junio de 2014

01/06


Sweet Mary Jane, divino cielo, 
crece despacio y vive sin frenos.
Baña tus mechas en el mar salado,
dejate tocar por manos sabias.

No digas que no al todo
y que el todo no te niegue nada.

Vistete de sueños transitorios,
de ilusiones que se van con el crepúsculo.
Canta a voces en los callejones sin salida
y no habrá puertas cerradas frente a tí.

Que te despinten los labios,
que te roben el corazón unos ojos brillantes.

Los sinsentidos se moverán a tu paso
y te invitarán a acompañarles por la vida,
ese tren irá repleto de almas perdidas
que buscarán tus yemas para sentir la magia.

Pasea por la vida a tu manera
y ella sabrá como hacer más larga la carrera.

Siete meses tardarás en caer en el abismo;
quizá en dos ya estás rendida.
Los escombros herirán tu piel, pedrada tras pedrada,
y no habrá quien te ayude a reconstruirte.

Lucharás por lo que crees
y de nada te servirá.

Pero, eh, divino cielo, yo estaré aquí
y en mis brazos he construido un refugio.
Lo abre tu sonrisa y no hay catástrofe que lo cierre.

Sweet Mary Jane, 
vive, 
que ahora
te toca a tí.

Las letras que junio esconde

Mi queridísimo rincón de colores está algo abandonado últimamente y es por eso que me propongo algo nuevo este 1 de junio. Escribiré todo lo que pueda, documentaré mis andanzas - tarea difícil, pues dos semanas las pasaré desconectada del mundo en un par de cursos... - y haré que las palabras vuelvan a darle sentido a este blog.

Tengo muchas historietas en el bolsillo sobre viajes y vivencias que, no pregunten por qué, no he conseguido sacar a la luz nunca. Pero deseo con esta rutina - por llamarlo de alguna manera - que abran sus alas para volar hasta vosotros.

De momento, me apetece mucho dejaros con este texto de José Luis Sampedro. 

Léase los cinco primeros capítulos del Génesis. Se va a encontrar con lo siguiente: Primer capítulo, Dios crea el mundo. ¿Y cómo? Hágase la luz, hágase el agua. Apártense los animales de tierra de los otros, y luego llega y hace al hombre. Pero al hombre no lo hace diciendo: hágase el hombre. No, ahí Dios ya parece un personaje distinto. Otro dios distinto, porque parece que se arremanga y al hombre lo modela él. Coge barro y hace el modelo. Ya es una cosa tan extraordinaria que cambie de sistema que te preguntas ¿y a qué viene? Luego se queda mirando al muñeco, le ve la entrepierna y dice: “¡Anda! aquí me he pasado, he puesto un adorno que no sé para qué sirve, esto no se puede dejar así”. Entonces dice, según la Biblia: “¡No es bueno que el hombre esté solo!” Y así decide construir a Eva, pero para hacerla busca un material. Él, que ha creado el universo entero con todos los cientos de miles de materiales que hay, no encuentra ninguno adecuado, ni siquiera el barro del que ha hecho el hombre le sirve para Eva. Lo que hace es sacarle al hombre una costilla. ¡Mira qué idea! Y la modela hasta que se transforma en Eva. Y bueno, se supone que luego le metería otra costilla dentro al hombre, que tiene un número par de costillas. En fin, es una historia tan inverosímil, tan incongruente, tan absurda, que dices: bueno, ¿esto a qué viene? Ah, viene para decir luego que el hombre es un ser absolutamente excepcional, que está por encima del mundo mismo. Porque el hombre tiene alma. En ese mismo pasaje dice que Dios, después de construir el muñeco, insufla el alma por la boca. Entonces, claro, hay ahí un ser que está por encima del universo porque en el universo nada es inmortal, nada tiene alma, solamente el hombre. Por tanto, de ahí viene la idea que nos dicen en las escuelas, que el hombre es el señor de la Tierra, Dios creó la Tierra para él, tiene derecho a organizarla, etcétera, de ahí viene todo.

20 de mayo de 2014

Entre motas y suspiros



La noche que nos conocimos el vino nos caló los huesos. Como sangre en las venas, frente a la playa, el elixir bailó en nuestros labios y se evaporó al fuego de San Juan. Y al ir al mar se pegó a nuestras plantas y se perdió con los corales del océano. Nosotros ignoramos que era nuestro cómplice y nos hicimos un poco los suecos para, sin darnos cuenta, acabar siéndolo. Tus cabellos negros cayeron sobre tu espalda y se mezclaron con las motas que el sol iba dejándote escritas en el cuerpo, como cartas que se mandan sin remite, como un viaje de ida. A lo lejos, la luz roja nos decía que eramos insignificantes, que fuera había más, y te cogí la mano, y te saqué del agua. Te robé un suspiro, uno de tantos y te hablé del mundo, y tú me hablaste de tu vida. Ví tanta intensidad en tus espiraciones que dejé que me impregnaras de tu alma, que me introdujeras un poco más en tu espacio. Vi el tiempo parado en tus pupilas, que alternaban entre las mías y el horizonte, aunque de vez en cuando se iban bajo tierra, más allá de tus pies traviesos. Cuando decidiste que ya habías dicho suficiente, oí tus latidos al son de las olas. Me cogiste la mano y me metiste en el agua. 
Yo te cedí mi tiempo.

26 de marzo de 2014

N


Quien crea que el crecimiento exponencial puede continuar para siempre en un mundo finito o es un loco o un economista.

Kenneth Boulding


25 de marzo de 2014

Convergencia

El otro día me pasé por tu ciudad. No iba con ninguna expectativa, al contrario; mis ojos se habían preparado para no encontrarte. Sin embargo, a mi paso por cada boca de metro me parecía sentirte. Te noté en cada mano que rocé por la Gran Vía, entre arte y consumismo. También en aquellos que, frente al templo de Debod, apoyaban sus trípodes en el suelo para jugar a enfocarlo ante el cielo rosa que siempre me enseñas. Te ví entre cada uno de los peluches gigantes de Sol, en la banda mejicana, en los bailarines de break y en aquel que pintaba sobre cartón. Me encontré, mientras hacía tiempo viendo pasar a los tuyos por la plaza, a dos parejas de irlandeses que me hicieron remontarme a épocas de piratas y que me sacaron, con un gesto de la mano, más de tres sonrisas encadenadas. Los vagabundos en sus sacos me enseñaron tu peor cara, la de recién levantado, la de verdad, como así hizo la marcha por Alcalá. He de añadir, cómo no, que tus metros no han perdido la manía que cogieron años atrás de llevarme al lugar equivocado, pero lo seguiré agradeciendo mientras siga, visita tras visita, encontrándome a espontáneos dando vida al hastío que empaña los cristales. Descubrí otra parte de tí, más cálida, más viva, entre ciudadanos y sudaderas de colores por el parque del Retiro. Había espectáculo y diversión por doquier; deportes, arte, niñez. Cada una de las líneas que te caracterizan convergían en aquel lugar. 
Todo tú allí. Y yo, de tu mano. 






17 de febrero de 2014

Palabras implícitas


Siempre he considerado la existencia de un símil entre las portadas de los libros y los aeropuertos. Pensad, situaros en un avión cualquiera en el que hayáis volado y revivid el momento en el que os atáis los cinturones advertidos por la luz encendida encima de vuestras cabezas y el aterrizaje comienza. Recordáos apretando las manos contra el apoyabrazos instantes previos al roce de las ruedas sobre el asfalto. Y ahora cerrad los ojos y dejad que vuelva a vuestra retina la imagen del aeropuerto. El qué veré. El qué viviré. Ahora, cambiemos de tercio. ¿Recordáis alguno de vuestros paseos por las librerías o las bibliotecas no ya de vuestra ciudad, sino de cualquier lugar del mundo? Esa sensación de tener un mundo de posibilidades y las ganas de elegir una que sea correcta. ¿Cuántos libros habéis sacado del estante para verlos por encima? ¿Cuántas portadas habéis acariciado? Yo no soy de esas personas que eligen un libro por la portada, jamás lo he sido. Mi anzuelo son los títulos. Pero las portadas son esas imágenes que te quieren decir algo pero te lo dejan en el aire. Son trazos que te hacen preguntarte qué veré, qué viviré. Como en la llegada al aeropuerto, la portada de un libro lleva implícita la palabra incertidumbre. Sabes que te esperan días de aprendizaje, de disfrute, de insomnio, de pasión; sabes que vivirás otras culturas, que conocerás otra personalidades, que dejarás tu huella allá por donde pises, allá por lo que leas. Sabés que gracias a lo que estás por recorrer, crearás tu mundo, crearás tu historia. Soñarás. Y escribirás. Más. Y mejor.


18 de enero de 2014

Mientras no la encontramos, nos balanceamos

Al cerrar la puerta a mi paso y mirar al frente, vislumbré una silueta al fondo del pasillo. Un niño con cara de hombre balanceaba las piernas, una en la oscuridad del pasillo, la otra en el resplandor de la plaza bañada por la blancura del cielo. El gusto clasicista de la arquitectura que me envolvía, con pinceladas de arte en columnas y arcos, me animaba a avanzar. En mi mente se agolparon las imágenes, las palabras, las descripciones de ese lugar que había visto y leído contadas veces a lo largo de los años. Mientras las suelas de mis zapatos se abrazaban por breves milésimas de segundo a los adoquines irregulares, por mi cabeza se sucedían preguntas de todo tipo. Intentaba averiguar quién era ese niño, qué hacía ahí y, lo más importante, qué le había llevado ahí. Cuando le alcancé, pude ver entre sus manos un objeto, de hojas finas y letras pequeñas -inusual en los libros que los niños leen-. No se percató de mi presencia y siguió guiando a sus ojos por las líneas saltarinas de un relato que yo desconocía. Seguí allí durante un rato, misma postura, misma incertidumbre, mientras el cielo blanco iba tornándose poco a poco en un azul apagado, avisando de que pronto apagará la luz, como quien empieza a recoger los trastos de un local y enciende todas las luces invitando a los rezagados a salir. El niño comenzaba a quedarse a oscuras, pues por el jardín rectangular las sombras iban apoderándose del claustro entero; sin embargo, lo único que hizo fue cerrar el libro, aferrarlo suavemente contra su pecho y mirar al cielo, llevando su mirada del rosal que ocupaba el centro del jardín rectangular hasta las estrellas, que añadían el toque necesario de realidad al manto azul que se había apoderado de la ciudad. Unos cuantos minutos después que no quise contar, el niño bajó la mirada y clavó sus ojos en los míos. Con una voz asombrosamente pura me dijo:

̶  Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día  ̶  hizo una pausa en sus palabras y en sus ojos, que se quedaron pensativos en las líneas de mi pañuelo  ̶  cada uno pueda encontrar la suya.   

Dicho esto, me miró a los ojos con una expresión que no supe descifrar y se fue en dirección a la puerta. Y yo me quedé allí, pensando. Me acerqué al arco bajo el que él había estado sentado, saqué mi pierna derecha al jardín y dejé la otra en el lado del pasillo, las balanceé con un ritmo suave que sonaba en mi cabeza y alcé la vista a las estrellas. Tras largo rato allí, reflexionando sobre lo que ese niño me había dicho de esa manera tan profunda, me dije a mí misma que iría cada atardecer a ese lugar, a ese claustro donde se mezcla la historia de lo que fue con lo que puede llegar a ser. Y desde ese día, ese fue mi lugar.

Claustro de la catedral de Oviedo


A ella, una de las pocas personas que guarda a la niña que fue y que lleva grabado su corazón en cada segundo de la vida. A la que me enseñó este sitio y tantas y tantas otras cosas.