22 de diciembre de 2013

Las comisuras se estiran hacia arriba cuando les hablas de pedales

Hubo un día en el que recorrimos las calles de Budapest con mapas en las manos y gafas de sol. En el que el viento nos empujaba hacia delante, ayudándonos a alcanzar más rápido la parada del ferry. En el que comimos perritos calientes con el sol calentándonos la cara y sentadas en familia. En el que pedaleamos y pedaleamos, recorriendo Isla Margarita, esquivando visitantes, jugando a las carreras y riendo sin descanso. Hubo un día en el que cruzamos por debajo del Puente de las Cadenas para luego atravesarlo por arriba. En el que las largas calles se nos hacían cortas, pues las caminábamos con ganas. En el que un mercado era un monumento de tiempos pasados y nos perdíamos entre muñecos, telas, porcelana y gastronomía. Hubo un día entero y dos mitades en los que respiramos el frío y las luces de la ciudad, conocimos la noche entre paseos y nos importaba bien poco no ver Budapest a fondo. Donde disfrutamos más haciendo menos. Donde un carro de cuatro ruedas y seis pedales nos hizo reir más de lo que lo hicimos viendo el Parlamento, el Bastión de los Pescadores o la Plaza de los Héroes. También recuerdo aquel helado que medía lo que un dedo, allí en lo alto en el Bastión, donde con cada lametón nos alimentábamos de historia y cultura; de las modelos a las que todos los turistas miraban y la chica que tocaba el violín. También soy capaz de diferenciar, unos años después, el verde de la pastelería de la emperatriz Sissi de cualquier otro verde, y los picos de las torres aún se clavan en el cielo de mi memoria. Hubo un día en el que unas diez jóvenes tuvieron vía libre para perderse por una gran ciudad y llenar sus mochilas de vivencias inolvidables; en el que cruzaron calles, se subieron en barcos y en bicicletas, y disfrutaron como nunca. La ciudad les espera silenciosa, sin dar señal de ello, para que el ansia no pueda con ellas y sean capaces de, algún día, coger sus mochilas y sus gafas de sol, y con un mapa y la sonrisa puesta salir a las calles y pedalear. Y descubrir los mil rincones que dejaron atrás.



15 de diciembre de 2013

Veo veo: un libro

Éramos tres amigas, de las de toda la vida, entusiasmadas por el viaje que estábamos realizando. La emoción de salir de casa, de ir al extranjero, sin familias ni ataduras. Vivíamos para disfrutar y aprender, para experimentar y conocer. Y allí estábamos, paseando por las callejuelas de la ciudad dorada, perdiéndonos entre rincones. Habíamos comido en manteles de cuadros rojos y blancos, con aceiteras sobre las mesas y jardineras colgando de las paredes; habíamos bebido cerveza por 50 céntimos y habíamos fumado dentro de los bares, sin leyes. Habíamos corroborado la facilidad con la que, en los restaurantes cercanos a los monumentos, te escriben una cifra más en la cuenta, y nos habíamos ido refunfuñando, con una aceitera en el bolso, venganza de una de nosotras.
En la misma calle del restaurante de manteles rojos y blancos y cifras de más en la cuenta había numerosas tiendas de moda acogedoras solo con mirar el escaparate; tiendas de alcohol, donde descubrimos la absenta de marihuana y nos mirábamos traviesas, conmovidas por la curiosidad; y cafeterías con pequeñas terrazas a la sombra de los toldos de colores. Recuerdo que una mitad de la calle estaba pintada por el sol y la otra por la sombra. Como una foto en blanco y negro. Y también recuerdo cómo nos paramos en seco de repente, en la parte soleada de la calle. Una puerta que pasaba desapercibida y que prácticamente impedía ver lo que había dentro permitía entrar a otro mundo. Por casualidad, entre diálogos y miradas a todos lados, la encontramos. Una con el pelo rubio, chaqueta beige y mochila a la espalda; otra con camiseta naranja, típica chaqueta negra y sus gafas de sol; y una tercera con trenza, camiseta de rayas y mochila sobre un hombro; una tras otra nos adentramos en uno de los que serían mis rincones favoritos de Praga.
Las puertas se cerraron haciendo sonar la campanilla tras de mí. Y empecé a soñar...

Ese olor característico de los libros antiguos, que nos cuentan que han pasado por muchas manos o, con peor suerte, por una única estantería durante largo tiempo, era el perfume que reinaba en el lugar. Los montones de libretas, papeles con anotaciones, vinilos y libros me hacían tantear el terreno al tiempo que avanzaba por el estrecho pasillo. A mi izquierda, una estantería gigante recogía las historias que alguien leyó y algún otro leería. Las historias que, como a mí, harían a alguien viajar, imaginar, dibujar en la mente, vivir historias diferentes, aprender, descubrir, enamorarse, sufrir y, sobre todo, sonreír. A mi derecha, otra estantería de diferente modelo pero iguales dimensiones cumplía la misma función. Cada una de nosotras se perdió a su antojo, indagando en lo que a cada una más le interesaba. Yo me perdí entre autores que había estudiado y leído, como Kafka, Tolstoi o Hemingway, sin ignorar a Shakespeare, Kerouac y numerosos autores checos desconocidos para mí.
Mientras pasaba las páginas amarillentas y echaba un vistazo a las letras, quise averiguar qué historias se contaban, qué aventuras había decidido, ese autor checo en concreto, hacernos vivir. Me sentí impotente ante una lengua desconocida y desistí; imaginar desde cero es complicado y, al fin y al cabo, no deja de ser una historia escrita por tí.
Tras largo tiempo en la librería, ni recuerdo cuánto, echamos una última ojeada al local, maravilladas todavía y al ir a salir nos paramos frente al mostrador, las tres, como por un impulso. Le comentamos al matrimonio que estaba a cargo del local nuestras impresiones, en un inglés que dejaba bastante que desear pero que, espero, se hiciese entender con el apoyo de nuestras sonrisas y ojos brillantes. Miramos unas postales y recibimos unas tarjetas de visita, firmadas por los dueños, que nos hicieron ilusionarnos como niñas -todavía lo éramos, en parte-. Salimos, aun sobrecogidas por el momento vivido, a la calle empedrada, cuyo nombre aun recuerdo -Nerudova-, a caminar con medio cuerpo al sol y medio a la sombra, para formar, después de una experiencia nueva y muchas emociones a la espalda, parte de la postal en blanco y negro que la ciudad de Praga nos regaló.




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¿Qué es Veo Veo? Es, ante todo, un juego, una excusa para conocer lugares de la mano de otros viajeros, contarnos historias, viajar aunque no tengamos la oportunidad de hacerlo, encontrarnos. Es una vía de escape para las palabras que se acumulan y buscan ser escritas para no desaparecer, y una oportunidad para escribir sin siquiera decir el porqué. Una vez al mes se escriben los Veo veo, sobre un tema que se elige en el grupo de Facebook 'Dinámicas creativas'.
¿Te animas? :)  
Otros veo veo de éste mes:
Con los pies sobre la tierra, Ir Andando, Apuntes Ideas Imágenes, Paper Versos, Planeta Tour, Camino Mundos, Rumbeando por ahí, Cuerpo Sentido, Prometeo Poeta, Caminando por el Globo, Babelia Heterogénea, Aprendiendo a ser, Charlas y Caminatas, La Otra Ciudad, Mi vida en una mochila, Magia en el Camino, Creando Felicidad, Titín Round the World

12 de diciembre de 2013

Asturianos (principalmente) y otra gente del mundo, esto os interesa

¡LOS PATOS SALVAJES ORGANIZAN, POR SEGUNDO AÑO CONSECUTIVO, EL RASTRILLO SOLIDARIO DE NAVIDAD!


Cuándo: sábado 14 de diciembre
A qué hora: desde las 11:00 a las 19:00 horas
Dónde: Centro Augusta Alzheimer, en C/ Caveda 16 Bajo, Gijón 33205

Como ya os comenté en su día, Los Patos Salvajes es algo muy grande. Organiza un montón de actividades lúdicas para chicos y chicas especiales y maravillosos. Pero como sabréis, una asociación pequeña necesita del apoyo de muchos para caminar; por eso, tal y como hicimos el año pasado, se vuelve a organizar el rastrillo solidario de Navidad  :)
Con más experiencia, más ganas y muchas más cosillas para ofrecer, este sábado 14 volverá a estar toda la asociación volcada en este proyecto. Muchos patos salvajes (niños, padres, voluntarios y colaboradores) se darán cita en el Centro Augusta Alzheimer de Gijón, para animar a la gente a comprar sus regalos de navidad solidariamente.


10 de diciembre de 2013

Elenora


La mujer de la mirada perdida no quiso decir adiós. Arraigó en la plaza italiana, frente a la verja de la iglesia y vio pasar los días, sin siquiera contarlos. Los foráneos le miraban con curiosidad, preguntándose que desgracia se tragó su alma. Los ciudadanos le animaban, le intentaban llevar a casa y le daban de comer. Ella asentía en señal de agradecimiento y se volvía a perder. Muchos eran los rumores que surgieron a su alrededor, pero nadie daba con la verdadera razón. Ella, inmune a todo tipo de críticas y comentarios, escribía en su libreta de autor notas que jamás verían la luz.
Algunos le decían gitana, otros, la de la cabeza gacha. 
Para mí, a contraluz, siempre fue la de la mirada perdida, que escribía notas sin dirección que se perderían con la caída del sol.