9 de septiembre de 2013

Reflejos

Las luces de los coches eran destellos bajo el manto azul de la ciudad. A ambos lados veía las fruterías, en plena calle. El taxímetro empezaba a alcanzar una cifra hiriente. Sin embargo, la sensación que se había apoderado de mi cuerpo nada más bajarme del avión era incapaz de generar un mal pensamiento en mí. Así que el taxímetro siguió sumando, mientras yo solo podía mirar por la ventana, preguntándome qué vida, qué rutina acompañaba a la inmensa luciérnaga de Francia. El tráfico era denso, supongo que como en cualquier cosmopolis. No sé, no he visitado muchas. De repente, por la ventanilla superior del Fiat vi un destello en el cielo; como un rayo, no pude distinguir si era azul o blanco. Lo seguí con la mirada hasta que se escondió tras uno de los tantos antiguos y artísticos edificios. En la radio se podía escuchar una encendida conversación sobre política, lo que deduje por tres o cuatro nombres mencionados que formaban parte de ese mundo en el país. Tras siete minutos más en la misma calle presidida por un arco, y cuatro euros extra en el bolsillo del conductor, la luz me saludó. Era una corona. La corona de la reina de hierro, iluminando con sus diamantes la ciudad, creando un espejo en el río, el espejo del reino.

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