17 de febrero de 2014

Palabras implícitas


Siempre he considerado la existencia de un símil entre las portadas de los libros y los aeropuertos. Pensad, situaros en un avión cualquiera en el que hayáis volado y revivid el momento en el que os atáis los cinturones advertidos por la luz encendida encima de vuestras cabezas y el aterrizaje comienza. Recordáos apretando las manos contra el apoyabrazos instantes previos al roce de las ruedas sobre el asfalto. Y ahora cerrad los ojos y dejad que vuelva a vuestra retina la imagen del aeropuerto. El qué veré. El qué viviré. Ahora, cambiemos de tercio. ¿Recordáis alguno de vuestros paseos por las librerías o las bibliotecas no ya de vuestra ciudad, sino de cualquier lugar del mundo? Esa sensación de tener un mundo de posibilidades y las ganas de elegir una que sea correcta. ¿Cuántos libros habéis sacado del estante para verlos por encima? ¿Cuántas portadas habéis acariciado? Yo no soy de esas personas que eligen un libro por la portada, jamás lo he sido. Mi anzuelo son los títulos. Pero las portadas son esas imágenes que te quieren decir algo pero te lo dejan en el aire. Son trazos que te hacen preguntarte qué veré, qué viviré. Como en la llegada al aeropuerto, la portada de un libro lleva implícita la palabra incertidumbre. Sabes que te esperan días de aprendizaje, de disfrute, de insomnio, de pasión; sabes que vivirás otras culturas, que conocerás otra personalidades, que dejarás tu huella allá por donde pises, allá por lo que leas. Sabés que gracias a lo que estás por recorrer, crearás tu mundo, crearás tu historia. Soñarás. Y escribirás. Más. Y mejor.