18 de enero de 2014

Mientras no la encontramos, nos balanceamos

Al cerrar la puerta a mi paso y mirar al frente, vislumbré una silueta al fondo del pasillo. Un niño con cara de hombre balanceaba las piernas, una en la oscuridad del pasillo, la otra en el resplandor de la plaza bañada por la blancura del cielo. El gusto clasicista de la arquitectura que me envolvía, con pinceladas de arte en columnas y arcos, me animaba a avanzar. En mi mente se agolparon las imágenes, las palabras, las descripciones de ese lugar que había visto y leído contadas veces a lo largo de los años. Mientras las suelas de mis zapatos se abrazaban por breves milésimas de segundo a los adoquines irregulares, por mi cabeza se sucedían preguntas de todo tipo. Intentaba averiguar quién era ese niño, qué hacía ahí y, lo más importante, qué le había llevado ahí. Cuando le alcancé, pude ver entre sus manos un objeto, de hojas finas y letras pequeñas -inusual en los libros que los niños leen-. No se percató de mi presencia y siguió guiando a sus ojos por las líneas saltarinas de un relato que yo desconocía. Seguí allí durante un rato, misma postura, misma incertidumbre, mientras el cielo blanco iba tornándose poco a poco en un azul apagado, avisando de que pronto apagará la luz, como quien empieza a recoger los trastos de un local y enciende todas las luces invitando a los rezagados a salir. El niño comenzaba a quedarse a oscuras, pues por el jardín rectangular las sombras iban apoderándose del claustro entero; sin embargo, lo único que hizo fue cerrar el libro, aferrarlo suavemente contra su pecho y mirar al cielo, llevando su mirada del rosal que ocupaba el centro del jardín rectangular hasta las estrellas, que añadían el toque necesario de realidad al manto azul que se había apoderado de la ciudad. Unos cuantos minutos después que no quise contar, el niño bajó la mirada y clavó sus ojos en los míos. Con una voz asombrosamente pura me dijo:

̶  Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día  ̶  hizo una pausa en sus palabras y en sus ojos, que se quedaron pensativos en las líneas de mi pañuelo  ̶  cada uno pueda encontrar la suya.   

Dicho esto, me miró a los ojos con una expresión que no supe descifrar y se fue en dirección a la puerta. Y yo me quedé allí, pensando. Me acerqué al arco bajo el que él había estado sentado, saqué mi pierna derecha al jardín y dejé la otra en el lado del pasillo, las balanceé con un ritmo suave que sonaba en mi cabeza y alcé la vista a las estrellas. Tras largo rato allí, reflexionando sobre lo que ese niño me había dicho de esa manera tan profunda, me dije a mí misma que iría cada atardecer a ese lugar, a ese claustro donde se mezcla la historia de lo que fue con lo que puede llegar a ser. Y desde ese día, ese fue mi lugar.

Claustro de la catedral de Oviedo


A ella, una de las pocas personas que guarda a la niña que fue y que lleva grabado su corazón en cada segundo de la vida. A la que me enseñó este sitio y tantas y tantas otras cosas.

4 de enero de 2014

México entre olores e imaginación

El primer sábado de este 2014 recién inaugurado, mientras pasábamos unos días familiares de esos que la vida universitaria en otra ciudad no te permite disfrutar, en la casita del pueblo que huele a chimenea y desde la que se oye el mar cuando hay silencio, escuchaba en la radio a una escritora que, en su labor investigadora para contextualizar la historia de su última novela, había viajado hasta México. Lo describió con la literatura que los escritores utilizan a menudo, haciendo a todos los lectores y, en este caso, oyentes, trasladarse hasta ese lugar que ellos han descubierto y que nosotros creemos descubrir gracias a ellos. Mientras repasaba los lugares que había visitado, pasando de las grandes ciudades a los desiertos de la frontera con Estados Unidos, comentó que México era olor; México tenía vida gracias a los olores. Y me hizo soñar. Ví a mi yo en un futuro paseando por las calles del D.F. esquivando a saltos las salidas de humo de los restaurantes, al tiempo que pasaba frente a escaparates y cafés atestados; cruzando pasos de peatones mientras dejaba atrás puestitos de comida rápida en las calles, donde algunos turistas y ciudadanos formaban una pequeña cola; doblando esquinas que daban a una calle sin salida donde había entre dos y cuatro restaurantes con sus respectivas terrazas. Me ví también visitando pueblos del interior, bastante más humildes, con sus habitantes apostados en los porches de sus casas o, en su defecto, sentados en una silla a la sombra del edificio, observando todo a su alrededor, mientras muchas mujeres preparaban a los fogones los platos para toda la familia. Comí en restaurantes con varias personas más en una mesa alargada, con olor a sol y a picante; me fui al desierto en una furgoneta en la que me ofrecieron subir y comí acompañada en una cantina de carretera. Saboreé pozole en Guerrero, pan de Oaxaca en una de mis meriendas en Sonora, el regusto de la naranja de la cochinita pibil en un bar más que recargado de adornos en Yucatán, comparé la barbacoa que mis padres hacen en la casa del pueblo con la que probé en Hidalgo, contrastando sabores y emociones, también hice colas en los puestos de la calle, donde compré tacos de cinco rellenos diferentes, fajitas de pollo con verdura y tamales servidos en cucuruchos de cartón, para comérmelo todo sentada en uno de los muchos parques de la ciudad, mientras olía la vida mexicana. Cuando dejé de divagar, mi casa ya no olía a chimenea, olía a chile y a cabrito, a maiz y a tomate, a tabasco, a tequila y a limón, a pimientos jalapeños, a tortillas y a curry. También olí el guacamole y los frijoles charros, la salsa de nuez y el cilantro. Y cuando todos estos olores se fueron disipando, saliendo por una de las rendijas como en México se escapaban por las salidas de humo, agradecí a los escritores y a las palabras la fuerza que tienen para poner en marcha nuestra imaginación. Y a los tres en un conjunto les dije: "Algún día, amigos, viviré, comeré y oleré en México".

Mercado de Coyoacán