Al cerrar la puerta a mi paso y mirar al frente, vislumbré una silueta al fondo del pasillo. Un niño con cara de hombre balanceaba las piernas, una en la oscuridad del pasillo, la otra en el resplandor de la plaza bañada por la blancura del cielo. El gusto clasicista de la arquitectura que me envolvía, con pinceladas de arte en columnas y arcos, me animaba a avanzar. En mi mente se agolparon las imágenes, las palabras, las descripciones de ese lugar que había visto y leído contadas veces a lo largo de los años. Mientras las suelas de mis zapatos se abrazaban por breves milésimas de segundo a los adoquines irregulares, por mi cabeza se sucedían preguntas de todo tipo. Intentaba averiguar quién era ese niño, qué hacía ahí y, lo más importante, qué le había llevado ahí. Cuando le alcancé, pude ver entre sus manos un objeto, de hojas finas y letras pequeñas -inusual en los libros que los niños leen-. No se percató de mi presencia y siguió guiando a sus ojos por las líneas saltarinas de un relato que yo desconocía. Seguí allí durante un rato, misma postura, misma incertidumbre, mientras el cielo blanco iba tornándose poco a poco en un azul apagado, avisando de que pronto apagará la luz, como quien empieza a recoger los trastos de un local y enciende todas las luces invitando a los rezagados a salir. El niño comenzaba a quedarse a oscuras, pues por el jardín rectangular las sombras iban apoderándose del claustro entero; sin embargo, lo único que hizo fue cerrar el libro, aferrarlo suavemente contra su pecho y mirar al cielo, llevando su mirada del rosal que ocupaba el centro del jardín rectangular hasta las estrellas, que añadían el toque necesario de realidad al manto azul que se había apoderado de la ciudad. Unos cuantos minutos después que no quise contar, el niño bajó la mirada y clavó sus ojos en los míos. Con una voz asombrosamente pura me dijo:
̶ Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día ̶ hizo una pausa en sus palabras y en sus ojos, que se quedaron pensativos en las líneas de mi pañuelo ̶ cada uno pueda encontrar la suya.
Dicho esto, me miró a los ojos con una expresión que no supe descifrar y se fue en dirección a la puerta. Y yo me quedé allí, pensando. Me acerqué al arco bajo el que él había estado sentado, saqué mi pierna derecha al jardín y dejé la otra en el lado del pasillo, las balanceé con un ritmo suave que sonaba en mi cabeza y alcé la vista a las estrellas. Tras largo rato allí, reflexionando sobre lo que ese niño me había dicho de esa manera tan profunda, me dije a mí misma que iría cada atardecer a ese lugar, a ese claustro donde se mezcla la historia de lo que fue con lo que puede llegar a ser. Y desde ese día, ese fue mi lugar.
Claustro de la catedral de Oviedo |
A ella, una de las pocas personas que guarda a la niña que fue y que lleva grabado su corazón en cada segundo de la vida. A la que me enseñó este sitio y tantas y tantas otras cosas.